COLAPSO ECOSOCIAL, ECOSOCIALISMO Y ANTROPOLOGÍA SIMÉTRICA
por
Raúl Garrobo Robles
El presente artículo fue publicado en el número 166 de la revista Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global (Madrid, 2024), editada por FUHEM Ecosocial. El artículo puede ser consultado en los siguientes enlaces:
Raúl Garrobo Robles, «Colapso ecosocial, ecosocialismo y antropología simétrica», en Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, nº 166 (verano 2024), FUHEM, Madrid, pp. 99-112.
COLAPSO ECOSOCIAL, ECOSOCIALISMO Y ANTROPOLOGÍA SIMÉTRICA
[...] busquemos formular una teoría de la relatividad generalizada en otro sentido que el de Einstein; es decir, que se aplique a la vez a las ciencias físicas y a las ciencias sociales: tanto en unas como en otras todo parece ocurrir de manera simétrica, pero inversa.Claude Lévi-Strauss
El mundo que después de 2024 ha de llegar será postcapitalista o
no será.
No es esta afirmación un juego de palabras, como tampoco un lema
con el que los diversos movimientos anticapitalistas actuales podrían
alentar su praxis. Es así porque no se trata tan solo de una mera sentencia enraizada en el reino de los fines ―por expresarlo con Kant―, esto
es, emparentada con el deber ser, con la moral. Antes bien, con ella expresamos igualmente un juicio simétrico sobre la realidad: una de esas
proposiciones híbridas, tanto descriptivas como prescriptivas, examinadas en profundidad por el antropólogo y filósofo Bruno Latour y que atañen tanto al mundo natural como al escenario sociocultural. La primera
mitad del recorrido, la que conduce desde las ciencias naturales hacia
la sociedad y la cultura humanas, puede sintetizarse mediante algunas
de las conclusiones con las que Antonio Turiel cierra su célebre ensayo
Petrocalipsis:
estamos empezando un descenso que no solo es energético, sino también económico, y que será de tal calibre que acabará destruyendo el capitalismo tal como lo entendemos hoy en día.
Por causa de la crisis energética global ―continúa Turiel―, «el capitalismo acabará
desapareciendo (o mutando radicalmente desde lo que es ahora)». Sin embargo,
para que la formulación híbrida sea simétrica, el crepúsculo del capitalismo no ha
de deducirse tan solo de la crisis energética global que enfrenta la civilización industrial y de la que el cénit del petróleo o peak oil es la punta del iceberg ―a fin de
cuentas, es sabido que las reservas de carbón, el más contaminante de los combustibles fósiles, aún son ingentes―. Desde la cultura hacia la naturaleza, su
ocaso también le viene impuesto por la incompatibilidad insalvable entre la lógica
capitalista de la acumulación de valor ―el modo de vida culturalmente hegemónico―, por un lado, y los límites biofísicos del planeta Tierra, por otro, de suerte
que, de no desactivar los dispositivos capitalistas que colisionan frontalmente con
el legado homeostático de la biosfera ―dispositivos que son inherentes al capitalismo y sin los cuales este no puede operar―, el colapso ecosocial que ya hemos
desatado, y que avanza a paso ligero a pesar del silencio generalizado de los medios de información, acarreará en unas pocas décadas el hundimiento de la civilización industrial, si es que no depara la extinción completa de la humanidad
durante el presente siglo.
Encima: Antonio Turiel Martínez, Petrocalipsis. Crisis energética global y cómo (no) la vamos a solucionar, Alfabeto, Madrid, 2021. Debajo: Antonio Turiel Martínez, Sin energía. Pequeña guía para el Gran Descenso, Alfabeto, Madrid, 2022.
Con la voz katábasis (κατάβασις), que podemos traducir como «bajada» o «descenso», los antiguos griegos referían, entre otros fenómenos, el declinar del Sol
hacia su ocaso, pero también el desesperado viaje al inframundo emprendido por
héroes míticos como Orfeo u Odiseo y por cuya intermediación el pueblo griego
venía a introducir en su acervo cultural una experimentación sobre la condición
humana, esto es, una experiencia límite vital. Recorrer el camino de la naturaleza
a través de la cultura ha deparado a la humanidad pingües beneficios al permitirle
anticipar e integrar la experiencia del límite sin llegar por ello a sucumbir. En lo sucesivo, extenderemos el vocablo catábasis y sus sinónimos a nuestro marco teórico empleándolo en su doble acepción: como decrecimiento forzado ―energético,
económico, material― y como experiencia cultural liminal con la que poder recorrer
de manera anticipada, esto es, en tanto que simulacro, la encrucijada que ha de conducirnos hacia nuestro particular descenso ecosocial a los infiernos o, en alternativa, hacia las Bienaventuradas Islas de la autocontención y al ecomarxista
Reino de la Libertad.
Raúl Garrobo Robles en Lugones, Asturias (verano de 2024).
De no actuar urgentemente frente a esta catábasis desencadenada por el extractivismo y el productivismo capitalista y de la que la emergencia climática es su faceta más conocida, de no poner freno a la desmesura consumista de la civilización
industrial que atenta de múltiples maneras contra el equilibrio simbiótico de la biosfera, no podrá haber para la humanidad un porvenir fundado en la idea kantiana
de dignidad. Es más, no existirá siquiera la posibilidad de un «mundo» por venir.
Si en su dimensión sincrónica el tren de vida que posibilita el sistema productivo
capitalista para el Norte global y para las clases sociales privilegiadas es rotundamente inmoral por causa de su incapacidad intrínseca para ser universalizado,
desde una perspectiva diacrónica e intergeneracional el capitalismo, sencillamente, no es sustentable. En efecto, tal y como lo perfilan autores como Michael
Löwy y Jorge Riechmann en sus escritos ecosocialistas, el capitalismo no solo
es un sistema socioeconómico esencialmente inmoral ―debido a la imposibilidad
de generalizarlo a la totalidad de la humanidad―, sino también materialmente insostenible, o lo que es lo mismo, se trata de un sistema biocida y ecocida que colisiona con los límites biofísicos del planeta devorando nuestro futuro y el de buena
parte de la vida no humana sobre la Tierra.
Michael Löwy, Ecosocialismo. La alternativa radical a la catástrofe ecológica capitalista, Biblioteca Nueva / Siglo XXI, Madrid, 2012.
La lógica interna del capitalismo, según la describiera Karl Marx en El Capital, depara un proceso potencialmente indefinido de acumulación de valor que, en el
marco de las leyes de la termodinámica ―en especial en el de la segunda de ellas,
la de la entropía― fulmina las condiciones de habitabilidad de la biosfera para un
porcentaje elevadísimo de formas de vida, entre las que también se cuenta irrevocablemente la humanidad. Esta Sexta Gran Extinción ya ha comenzado y su
horizonte destructivo se expande inexorablemente. Por todo ello ―anticipaba Nicholas Georgescu-Roegen cincuenta años atrás―, la economía convencional no
puede permitirse desatender las leyes de la conservación de la energía, pues no
es el paradigma mecanicista el que mejor ilustra el proceso productivo de bienes y mercancías, sino las leyes de la termodinámica. Lo que desde la perspectiva
mecanicista aparece como un proceso reversible en el que el ciclo de producción
y consumo escapa al desgaste y agotamiento de los recursos y elude el hacinamiento de los residuos, con el prisma de la termodinámica, en cambio, se proyecta
bajo una luz bien distinta. La Tierra funciona como un sistema cerrado en el que
no existe un flujo de entrada de materia, y esto, qué duda cabe, conlleva límites
evidentes para la actividad económica. El stock de combustibles fósiles sobre el
que se ha sostenido la civilización industrial, así como el de recursos materiales
necesarios para la explotación de la energía libre contenida en ellos, es finito, por
lo que un modo productivo como el del capitalismo, fundado en la acumulación y
el incremento constante de valor, es insostenible. El cambio climático ―escribe Daniel Tanuro―:
enseña que el sistema capitalista, basado en la acumulación potencialmente ilimitada de valor, que supone una circulación acelerada del capital, se revela incapaz de integrar efectivamente las nociones de límite físico y de ritmos ecológicos.
Es decir, que, en un sistema cerrado, en un planeta finito y en un mundo lleno
como es el nuestro, las pretensiones capitalistas de crecimiento insosteniblemente
acelerado eluden rendir cuentas ante los condicionantes biofísicos. ¿Cómo lo consiguen? Postulándose en el entramado de un imaginario por el que viene a hormarse la subjetividad social de la humanidad haciendo que esta ―como apuntara
Walter Benjamin― experimente su propia destrucción como goce estético.
Oscar Carpintero (ed.), Nicholas Georgescu-Roegen. Ensayos bioeconómicos. Antología, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2021.
Una década atrás, cuando Michael Löwy y Jorge Riechmann entregaban a las
prensas sus ensayos ecosocialistas anteriormente aludidos, los indicios de la catástrofe eran ya inapelables:
Todas las alarmas están al rojo vivo: es evidente que la loca carrera por el beneficio, la lógica productivista y mercantil de la civilización capitalista / industrial, nos conduce a un desastre ecológico de consecuencias incalculables.
Hoy, poco más de diez años después, el año 2023 y lo que llevamos de 2024 se
revelan ya como el punto de inflexión. El productivismo capitalista, con sus dinámicas financieras y consumistas apuntalándolo, ha dinamitado el equilibrio climático homeostático por el que el superorganismo Gaia ―tal y como lo nombra en España Carlos de Castro prolongando la senda iniciada por James Lovelock y Lynn
Margulis― ha venido engendrando y regulando la vida en la Tierra desde eras pretéritas. Producción frente a engendramiento (engendrement) ―según lo interpretan
Bruno Latour y Nikolaj Schultz en su Manifiesto ecológico político― es también la
clave de nuestra debacle civilizacional. Anomalías térmicas en la superficie de los
océanos que duplican las registradas durante los últimos cuarenta años; disminución drástica y sin precedentes del espesor de la capa de hielo en los glaciares; incremento exponencial de las emisiones de metano que literalmente desborda las
gráficas; ingentes emisiones de carbono a la atmósfera causadas por incendios de
proporciones devastadoras, como los acontecidos
durante 2023 en Canadá; «medicanes» (huracanes
mediterráneos) capaces de descargar ―como sucedió en Grecia el pasado año― hasta 2000 litros por
metro cuadrado en unas pocas horas, es decir, tres
veces el equivalente de las precipitaciones anuales;
inundaciones, como las de Libia, por las que decenas de miles de seres humanos ―excedentes poblacionales para el capitalismo― pierden la vida; previsible colapso en plazos
brevísimos de la corriente del océano Atlántico (AMOC), con las terribles consecuencias que ello depararía... Estas son solo algunas de las numerosas amenazas
e imperdonables desgracias con las que financiamos gaiana y humanamente el
precio del Leviatán capitalista. De hecho, todo apunta a que 2024 será el primer
año de la serie histórica en el que la temperatura media global excederá los 1,5 °C
de diferencia respecto de las temperaturas preindustriales.
Jorge Riechmann, El socialismo puede llegar sólo en bicicleta. Ensayos ecosocialistas, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2012.
Frente a tamaña amenaza, contra semejante catábasis, ¿cuáles son las bazas
que aún guarda la humanidad para evitar el desastre? Junto con Jorge Riechmann, mucho nos tememos que el colapso de la civilización industrial sea ya
ineludible. En efecto, no hay transición ecosocial que pueda ya impedirlo. Pero
esto no significa que no se precisen en modo alguno transiciones ecosociales. Es
más, del éxito de estas últimas dependerá que el colapso se produzca de forma controlada ―lo que Jorge Riechmann denomina «buen colapsar»― o, por lo contrario, lo haga en términos hobbesianos, lo que supondría la proliferación de escenarios en los que la humanidad terminaría actuando para consigo misma egoísta
y violentamente. La salida de este atolladero civilizacional en el que nos vemos
inmersos, como apuntan Latour y Schultz en su Manifiesto ecológico político, exige
de una suerte de giro copernicano ―o kantiano― por el que trocar la prevalencia
de la «política interior» adoptada por la humanidad hasta la fecha ―la política de
la producción― por una «política de la exterioridad» ―la de las condiciones de habitabilidad de la Tierra―, de suerte que esta inversión o transvaloración ―esta
Umwertung, según la terminología nietzscheana― devolvería la centralidad al engendramiento de la vida, del cual el sistema de producción no sería más que una
parte.
Producir es ensamblar y combinar; eso no es engendrar, vale decir, dar nacimiento, mediante cuidados, a la continuidad de los seres de los cuales depende la habitabilidad del mundo.
En otras palabras, no le correspondería a la producción de bienes ―por la que el
capitalismo dice que se reproduce la sociedad― generar las condiciones de habitabilidad de la Tierra para los seres humanos. Por lo contrario, serían las prácticas
gaianas de engendramiento de la vida en la biosfera las que en último término posibilitarían la habitabilidad de la Tierra, permitiendo a la humanidad recurrir a la
producción para así reproducir la sociedad dentro del marco previamente expuesto. Tal sería el giro ecológico y la transvaloración que habría de sacarnos
del atolladero.
Bruno Latour y Nikolaj Schultz, Manifiesto ecológico político. Cómo construir una clase ecológica consciente y orgullosa de sí misma, Siglo XXI, Madrid, 2023.
Se sobrentiende que un giro ecológico como el que Latour y Schultz proponen desautoriza de raíz las propuestas del autoproclamado «crecimiento verde». Este,
articulado en torno al estéril eslogan Green New Deal, pretendería enmendar nuestros excesos depositando una vez más nuestra confianza en una política interior
productivista sostenida en base a una concepción salvífica de la tecnociencia. Pero el productivismo encubierto de este Fake «Green» New Deal pronto se revela
ante nosotros como la voluntad del sistema hegemónico ―el mismo sistema voraz
que ahora nos conduce hacia el colapso ecosocial― de seguir sacando tajada a
expensas de alimentar el consumismo de quienes son conducidos acríticamente
a creer que con baterías de litio, coches eléctricos, aerogeneradores, paneles solares y más crecimiento económico, pero sin devolver al engendramiento de la
vida la posición central que merece, todo se fuera a solucionar. En definitiva, el
buen colapsar del que nos habla Jorge Riechmann no podrá producirse mientras
antepongamos el sistema de producción a las condiciones de habitabilidad.
Jorge Riechmann, Otro fin del mundo es posible, decían los compañeros. Sobre transiciones ecosociales, colapsos y la imposibilidad de lo necesario, MRA Ediciones, Barcelona, 2019.
Cuando los razonamientos de la filosofía, la antropología y la sociología, junto con
las leyes de la termodinámica, acuerdan con esta, en hibridación, poner límites al
productivismo, el capitalismo ―fundado en el crecimiento insosteniblemente acelerado― se muestra a las claras como un sistema que no puede, ni debe, regir por
más tiempo el flujo de las relaciones metabólicas
entre la naturaleza y la sociedad, pues su manera
de hacerlo, la única que reconoce y con la que
puede operar, atenta directamente contra las condiciones de habitabilidad de la Tierra. ¿Cómo evitarnos, entonces, que el ocaso del capitalismo y de
la civilización industrial degenere en esa guerra de
todos contra todos en la que, como expresara
Plauto y reprodujera Hobbes, el ser humano habría de actuar para con sus semejantes como un depredador? ¿Cómo lograr que la Gran Desaceleración que nos
depara la catábasis energética global pueda ser eficazmente encauzada hacia
ese buen colapsar con el que devolver a las prácticas de engendramiento de la
vida la centralidad de la política interior humana? Solo una alianza entre un marxismo desburocratizado y un ecologismo consecuente ―así lo han expresado,
entre otros, autores como Michael Löwy, Jorge Riechmann o Daniel Tanuro― puede
deparar a la humanidad un futuro digno sobre la faz de la Tierra haciendo encajar
a esta en la dimensión gaiana y simbiótica de la vida. Solo un sujeto histórico ecosocialista puede afrontar esta titánica tarea.
Daniel Tanuro, Cambio climático y alternativa ecosocialista. Un análisis marxista de la crisis ecológica global, Sylone, Barcelona, 2025.
En su renombrada Carta séptima reconocía Platón que los males de la humanidad
únicamente cesarían cuando los filósofos ocuparan los cargos públicos o, cuanto
menos, cuando los gobernantes abrazaran de buen grado la filosofía. Dispuesto
a lograr esto último, viajó a Sicilia en tres ocasiones con la intención de ganarse para la causa al tirano de Siracusa. El desenlace es de sobra conocido: frustradas
sus aspiraciones, fue tomado como esclavo, situación que se prolongó hasta que
algunos de sus allegados compraron su manumisión. Tomemos las peripecias de
este Platón burlado en la recta final de su vida como analogía. ¿Cómo hacer de
los ecologistas un sujeto histórico revolucionario, esto es, una clase ecológica
consciente y orgullosa? Tal es el escenario que escruta el Manifiesto ecológico
político firmado por Bruno Latour y Nikolaj Schultz. ¿Cómo conseguir que los marxistas revolucionarios que aún no lo han hecho abracen el ecologismo decrecentista renunciando con ello a la deriva por la que las fuerzas productivas se han
revelado históricamente como fuerzas igualmente destructivas? He aquí los trabajos de Hércules del ecosocialismo. Al igual que le sucediera a Platón, las opciones son muy reducidas y, de entrada, poco halagüeñas: i) hacer de los
ecologistas un sujeto histórico revolucionario; ii) de los marxistas revolucionarios,
ecologistas decrecentistas; iii) ambas cosas a la vez; o iv) afrontar cada uno por
su cuenta y riesgo las fauces voraces y los escollos insoslayables de Escila y Caribdis. En las líneas que aún prolongan este breve escrito nos ocuparemos principalmente ―pero no solo― de la segunda de estas opciones: ¿cómo mostrar a los
marxistas revolucionarios varados aún en la legitimidad del productivismo que la
revisión ecosocialista del materialismo histórico no es otra más de las numerosas
renuncias, cuando no traiciones, del reformismo socialdemócrata?
Acto de rebelión poética por el clima: «Defender la Tierra no es un delito. Contra la criminalización de la protesta ecologista» (Plaza de Juan Goytisolo, frente al Museo Reina Sofia, 6 de abril de 2024).
Uno de los principales escollos que dificultan la conexión de los ecologistas con
la vía revolucionaria marxista se localiza en la desastrosa planificación económica
soviética desde tiempos de Stalin. Tres serían las razones que podrían aducirse
para justificar este distanciamiento: i) que tal planificación se realizó de espaldas
a la democracia; ii) que adoptó tintes productivistas; y iii) que ni siquiera logró el
objetivo final ―la emancipación del proletariado― por el que maquiavélicamente se
habría querido justificar el totalitarismo y el productivismo que acabamos de mencionar. Sin embargo, la ineficacia de la planificación soviética ―como lo ha expresado Michael Löwy― no se debió tanto al fracaso de la propia planificación como
al debilitamiento de la participación democrática provocado por el incremento del
poder burocrático totalitario. Cuestionar la realizabilidad del objetivo por haber
empleado para su consecución los medios equivocados sería, cuanto menos, improcedente y falaz. Además, el ecosocialismo revolucionario de nuestros días, al
tiempo que denuncia los abusos del régimen comunista burocrático y estatalizado de Stalin, aboga por una verdadera planificación democrática de la economía, por
lo que tampoco en este terreno los ecologistas deberían sentirse amenazados por
las convicciones de sus correligionarios ecomarxistas. El punto de fricción, de
hecho, se sitúa más bien en torno a la cuestión de la legitimidad del productivismo,
en el que actualmente aún persisten ciertos sectores del marxismo revolucionario ―para la socialdemocracia es prácticamente anatema―, quienes no están dispuestos a apearse de él si ello conlleva desatender las necesidades de las clases trabajadoras. De hecho, el lema central del comunismo ―«De cada cual, según sus
capacidades; a cada cual, según sus necesidades»― puede ser entendido en consonancia con un materialismo histórico que carecería en origen de «una idea general de los límites naturales al desarrollo de las fuerzas productivas». Por lo
contrario, en tanto que revisión del ideario comunista a la luz de la degradación
de la naturaleza provocada por el productivismo estalinista, el ecosocialismo sí
defiende una planificación democrática de la economía regida por principios de
sustentabilidad.
Jorge Riechmann, Otras sendas. Ideas para un programa ecosocialista, Sylone / Viento Sur, Barcelona, 2024.
Para el ecosocialismo de Jorge Riechmann, sin ir más lejos, reordenar la relación
metabólica entre los humanos y la naturaleza con objeto de poner fin a la hegemonía del productivismo capitalista, es decir, restituir la centralidad de las prácticas
de engendramiento de la vida sobre la Tierra, podría conseguirse mediante una
planificación de la economía regulada en base a una red de principios de sustentabilidad; red ―añadimos nosotros― que en sus obras adopta toda la apariencia
de un híbrido. Atendiendo a los límites biofísicos que se nos imponen desde la naturaleza hacia la sociedad, estos principios serían los de biomímesis y ecoeficiencia ―fundamentos técnicos del nuevo ordenamiento―, mientras que, en su sentido
direccional inverso, esto es, desde el entramado de la cultura hacia la preservación
de la naturaleza, tendríamos que hablar de autocontención y precaución ―principios morales―. ¿Acaso estos cuatro principios son irreconciliables con los planteamientos genuinos del materialismo histórico? ¿O existe, quizá, algún velado
impedimento por el que el marxismo ―en su versión productivista― se haya visto
repelido por el ecologismo de manera hasta ahora inexplicable? En respuesta a
la primera de estas dos preguntas ―la segunda será atendida algo después―, en
los textos pioneros de Marx podemos encontrar atisbos de un precoz interés por
comprender racionalmente los intercambios de materia entre los seres humanos
y la naturaleza. Examinemos, pues, con más detalle este perfil protoecologista de Marx con vistas a abordar el problema de fondo ―el del productivismo― por el que
los marxistas varados aún en el siglo XX y buena parte de los ecologistas de nuestros días se mantendrían alejados unos de otros.
Como es sabido, los fundamentos teóricos del materialismo histórico descansan
sobre una reflexión antropológica que conduce a comprender al ser humano como
un ser que se abre camino desde la naturaleza gracias al ejercicio de su propio
trabajo, con el que se transforma a sí mismo tanto como a aquella. Para nombrar
esta relación entre los seres humanos y la naturaleza, Marx y Engels emplearon
la voz alemana Stoffwechsel, que suele ser traducida como «metabolismo». La
sociedad humana está inscrita en un entramado natural del que depende para sobrevivir y para realizarse. Ahora bien, los cambios históricos introducidos por el
capitalismo en los modos de subsistencia tradicionales promueven una fractura
metabólica por la que los intercambios de materia entre los humanos y la naturaleza se ven seriamente afectados, cuando no interrumpidos. Para el desarrollo de
esta noción de fractura metabólica Marx tuvo en consideración los trabajos del
químico alemán Justus von Liebig, quien había estudiado la relación entre la proliferación de la vida urbana, el desaprovechamiento de los fertilizantes naturales
en las ciudades y el agotamiento productivo de los suelos agrícolas. Básicamente,
este agotamiento estaría provocado por la negligencia generada por el inmediatismo capitalista, para cuya lógica, más allá de la dinámica de la acumulación de
valor, no cabía invertir en el tratamiento de los residuos humanos con vistas a mejorar las condiciones higiénicas del proletariado ni retornar dichos residuos a los
suelos agrarios. En cambio, con objeto de lograr el pleno desarrollo humano, Marx
sí consideró necesaria una regulación planificada de estos intercambios de materia. Por desgracia, el de Tréveris no estimó oportuno extender su enfoque de la
fractura metabólica al campo de la energía, lo que habría situado al materialismo
histórico tras la pista de una sustentabilidad sistémica global.
El materialismo histórico de Marx carecería en origen de «una idea general de los límites naturales al desarrollo de las fuerzas productivas».
En efecto, «Marx y Engels no consideraron los flujos de energía», lo que les llevó
a pasar por alto «los límites naturales impuestos al desarrollo de las fuerzas productivas». Y de aquellos polvos, como suele decirse, estos lodos. Daniel Tanuro
ha explicado detalladamente esta insuficiencia del materialismo histórico, así como
sus consecuencias actuales:
El mayor error ecológico de Marx no es haber considerado la naturaleza como una reserva ilimitada de recursos por explotar, sino el de no haber aplicado su propio concepto de «gestión racional de los intercambios» al ámbito particular de la energía, cuando sí lo aplicaban al ámbito de la tierra. En el análisis de la Revolución Industrial, Marx no percibió que el paso de la madera a la hulla significaba el abandono de una energía de flujo renovable por el aprovechamiento de una energía almacenada y agotable.
Ni él ni Engels ―continúa Tanuro― «vieron que la depredación capitalista de las
fuentes agotables de energía fósil conducía inevitablemente a la humanidad a una
vía energética sin salida». Pero tampoco sus sucesores supieron extender la noción de fractura metabólica al ámbito de la energía.
Sobre todo, ninguno de ellos, ni tan siquiera entre los revolucionarios, se apoderó de los conceptos que Marx había aplicado a la cuestión de la tierra para analizar la quema de combustibles fósiles (o el saqueo de otros recursos no renovables) desde el punto de vista del «metabolismo social». Las causas de esta sorprendente carencia siguen sin ser analizadas en detalle. El atraso de Rusia, la contrarrevolución estalinista, el productivismo socialdemócrata y un cierto distanciamiento de los marxistas del siglo XX respecto a la evolución de las ciencias naturales han jugado un papel en ello.
Precisamente, este distanciamiento que menciona Tanuro, así como las causas
del abandono de la noción de fractura metabólica por parte de los marxistas a lo
largo del siglo XX, puede ser explicado óptimamente si abordamos el problema
de la conciliación entre los ecologistas y los marxistas revolucionarios desde redes
híbridas. De hecho, bien pudiera suceder que las dificultades que impiden el éxito
generalizado de esta conciliación tuvieran su causa en la «Constitución moderna»
del conocimiento, esto es, en el basamento epistemológico de la Modernidad. En
palabras de Bruno Latour:
el término «moderno» designa dos conjuntos de prácticas completamente distintos que, para poder seguir siendo eficaces, deben mantenerse diferenciados [...]. El primer conjunto de prácticas crea, por «traducción», mezclas entre géneros de seres enteramente nuevos, híbridos de la naturaleza y de la cultura. El segundo crea, por «purificación», dos zonas ontológicas completamente diferenciadas, la de los seres humanos, por un lado, la de los no-humanos por otro. Sin el primer conjunto, las prácticas de purificación serían improductivas o serían inútiles. Sin el segundo, el trabajo de traducción quedaría ralentizado, limitado o incluso descartado.
Por lo tanto, la «Constitución moderna» del conocimiento ―como la nombra Latour― se caracterizaría por un doble juego, el de las prácticas de hibridación y de
depuración recíprocamente dependientes y mutuamente excluyentes, por el que se habría venido delimitando el campo de investigación de las ciencias
sociales ―a las que pertenecería el materialismo
histórico― para impedir así que desde estas pudieran ser reconocidos como bien fundados el creciente número de proyectos híbridos ―entre los que
se contaría el ecosocialismo― que tienen por objeto
de estudio tanto las cosas que integran la naturaleza como las producciones socioculturales de los seres humanos. He aquí, muy posiblemente, una de las raíces
epistémicas del distanciamiento actual entre los ecologistas y todos aquellos marxistas que aún no han abandonado la episteme productivista del siglo XX.
Bruno Latour, Nunca hemos sido modernos. Ensayo de antropología simétrica, Debate, Madrid, 1993.
En esencia, la del productivismo sería una problemática híbrida, por lo que salir a
su encuentro con objeto de restituir la dignidad de las clases trabajadoras y de las
prácticas de engendramiento de la vida requeriría afrontar una doble tarea de mediación: la tarea de un ecologismo que avanzara desde los límites biofísicos de la
Tierra hacia la revolución social que habría de preservar el equilibrio gaiano sobre
esta, por un lado, y la misión histórica de un marxismo revolucionario capaz de
revisar su máxima «a cada cual según sus necesidades» teniendo en consideración los límites biofísicos de nuestro planeta para satisfacerlas. Ahora bien, para
atajar el productivismo desde este doble y simétrico recorrido híbrido, antes deberíamos reconocer que, en el fondo, nunca hemos sido modernos, como pretendía Bruno Latour. Según este, los cimientos epistémicos de la Modernidad, lejos
de favorecer la mediación entre la naturaleza y la sociedad, expanden el vacío
entre ambas. Para evitarlo, para tender puentes entre estos dos polos pretendidamente inconmensurables, precisaríamos de algo así como un pensamiento salvaje ―por premoderno― capaz de forjar híbridos. A nuestro juicio, además de un
movimiento social, el ecosocialismo es una teorización enfocada tanto a la naturaleza como a la sociedad, lo que hace de él el más adecuado de los mediadores
entre los seres humanos y los no-humanos, así como nuestra mejor herramienta ―la única, muy posiblemente, que siempre ha sido viable― para enfrentar la catábasis ecosocial en la que estamos inmersos reorientándola hacia ese buen colapsar con el que hacer las paces definitivamente con la naturaleza. Una paz, en
efecto, que no dé la espalda a las necesidades humanas, lo que tan solo podría lograrse eficazmente desde una sociedad genérica; pero, también, una paz que
atienda a la satisfacción de estas necesidades integrando previamente a la civilización humana en el más amplio género de las prácticas de engendramiento de la
vida, de forma que las necesidades de los seres humanos puedan ser reinterpretadas de conformidad con un horizonte gaiano tanto simbiótico como simbioético.
Por todo ello, creemos poder afirmar objetiva y moralmente ―esto es, de manera
simétrica― que el mundo que después de 2024 ha de llegar será ecosocialista o
no será.



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